Inteligencia Artificial General
Tomás Sanchez V. Autor Public Inc., investigador asociado de Horizontal
- T+
- T-
Tomás Sanchez V.
La demanda de Elon Musk contra OpenAI no pareciera relevante para Chile, pero sí lo es. No por la demanda, sino por la discusión que subyace. Musk no sólo acusa a la compañía propietaria de Chat GPT de haberse apartado de su misión original y su compromiso con el bienestar de la humanidad, sino que, además, afirma que su último modelo ya alcanza los estándares para ser considerado Inteligencia Artificial General (AGI es la sigla en inglés), y, por lo tanto, pone en jaque su acuerdo con Microsoft.
Mientras muchos miran con atención cómo esto podría afectar las acciones de la compañía más grande del mundo, obviamos la discusión sobre si la tecnología en cuestión ha alcanzado el desempeño equivalente de una persona promedio. Es impresionante que ya se discuta en forma seria, con implicancias jurídicas y empresariales, si los modelos artificiales de lenguaje son superiores a las personas en la ejecución de una gran variedad de tareas. Un debate digno de películas de ciencia ficción está por darse en las cortes de Estados Unidos, a pocos días de que Claude 3 de Anthropic superara los 100 puntos en una prueba de coeficiente intelectual (el promedio en Chile es 88 y en Japón 106).
“¿Cómo afectará la AGI a nuestra sociedad? ¿Cuál será su impacto en la economía o la democracia? La inteligencia artificial general ofrece tantas oportunidades como riesgos, y aún está por verse si es una ola que sabremos surfear o que nos pasará por encima”.
Todos ya estamos acostumbrados a la inteligencia artificial “estrecha”, donde un algoritmo tiene un desempeño increíble en una tarea acotada. Sea el piloto automático de un avión comercial, recorrer internet completo buscando el articulo más relevante o reconocer células cancerígenas en una biopsia. Sin embargo, muy diferente es que al mismo algoritmo le podamos pedir consejos de inversión con fundamentos precisos, acto seguido le demos la instrucción de pagar facturas sólo de proveedores en algunas geografías, y que cuando termine (dos segundos más tarde), escriba una estrategia de marketing para el lanzamiento de un producto. Este ejemplo se acercaría al concepto de inteligencia artificial general.
No estamos hablando de máquinas con voluntad propia, que se desalinean o tienen agencia, pero es sorprendente la cercanía de un hito en la historia de la humanidad sólo comparable con la invención de la escritura o la imprenta. Es sobrecogedor. Quizás un jurado decida que AGI aún no está con nosotros, pero eso no quiere decir que no sea realidad en meses, en un par de años, o un escenario más conservador, en una década.
Entonces, la pregunta trascendental es ¿y ese día que hacemos? ¿Cómo afectará nuestra sociedad? ¿Cuál será su impacto en nuestra economía? ¿Y en nuestra democracia?
Cinco años están a la vuelta de la esquina, por lo que podemos tristemente apostar que el evento nos pillará desprevenidos. Cuándo un algoritmo meta las patas, ¿quién paga la cuenta? ¿Quién es responsable legalmente? Inmediatamente nos ponemos a pensar en regulación, pero ¿de qué tipo? Es muy diferente establecer responsabilidades civiles o penales, a definir un tratamiento impositivo diferente, discutir sobre legislación laboral, intentar regular la tecnología o normar sus aplicaciones. ¿Permitiremos su uso en casos donde pueda salvar vidas, o no dejaremos que se acerque donde un error podría ser mortal? ¿Autorizaremos sólo en casos donde sea infalible, o basta con que se equivoque menos que los humanos? El naipe de ángulos por abordar es tan amplio como la vida misma.
La inteligencia artificial general ofrece tantas oportunidades como riesgos, y aún está por verse si esta es una ola que tomaremos bien para surfearla, o es una que nos caerá encima dejándonos a todos mojados. Lo que único que es cierto es que viene y no podemos evitarlo.